1 de noviembre de 2011

Llamados a predicar, no a condenar

En la búsqueda de la santidad, siempre me he hallado en la misma encrucijada de pensar si soy digno ante los ojos de Dios. Cuando pienso en cómo soy y en mis defectos, muchas veces le digo a Dios: "¿Qué es lo que viste en mí?" Y eso se lo vuelvo a preguntar una y otra vez, encontrando siempre la respuesta en su amor incondicional y en que debo dar todo de mí para ser como Él. Pese a eso, siempre hay nuevos errores que aparecen y cada vez que me decido a buscarle con más pasión, vienen adversidades. Con todo, Él me ama y ama a quienes le buscan de todo corazón, aunque pequen todo el tiempo. Claramente esto no nos da licencia para pecar cuando nosotros lo deseemos, sino más bien se traduce en una motivación a amarle más y a obedecer sus mandamientos.

El evangelio es lo más desprejuiciado que hay. O al menos eso debería ser. Está plasmado de principio a fin de un mensaje de aceptación, de perdón y de libertad. Cuando uno predica a Jesús, debe saber que es Él quien escoge a las personas. Uno a veces mira alrededor y comienza a decir: "Este seguramente será escogido por Dios y este no"... Descartamos a quienes son más malos, ignorando que Dios ama y escoge a quienes quiere. Cuando predicamos el evangelio, debemos saber que nosotros somos los primeros pecadores y que es gracias a Jesús que podemos hablar de Él con la conciencia tranquila o con la mentalidad de perdón en nuestras palabras.

Si hablamos de Jesús, debemos sacudirnos de hablar de un mensaje de condenación que atrape a las personas en un sistema religioso, o en una lista de mandamientos como "tienes que orar" o "tienes que portarte bien" como si eso fuera el centro. Si hablamos de Jesús, debemos hablar acerca de tener una relación con Él. De esa relación surge el orar o portarse bien, pero no al revés. Con nuestras fuerzas no podemos ser santos y menos hacer que los demás lo sean. Por eso nuestra labor en el reino es colaborar en extenderlo y llevar a las personas a que lo conozcan a Él.

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